Argentina Jiménez
Magia
inexplicable: todo el que llega a la capital cubana se enamora de ella. De su
arquitectura colonial en la parte antigua; de sus calles bulliciosas, siempre
llenas de gente; de los niños jugando donde quiera sin peligro alguno. El lente
fotográfico accionado a cada paso para llevarse el recuerdo de una foto en la
escalinata del Capitolio Nacional, o junto al Caballero de París a la entrada
del Convento de San Francisco de Asís, con su plazoleta salpicada de palomas, en
La Habana Vieja,
donde exhibe su belleza la bahía habanera, con su lanchita que la cruza en su
ir y venir a Regla y Casablanca y
viceversa. En ese punto frente al mar puede observarse el Castillo de
San Carlos de la Cabaña. Desde
allí se escucha más cercano el cañonazo de las nueve disparado cada noche, en
ceremonia inolvidable devenida tradición.
Poetas,
compositores, pintores, escritores le han dedicado jirones de su corazón a la ciudad llave del nuevo mundo, como fue
llamada siglos atrás; la que a pesar de magulladuras es destino inigualable de
nacionales y foráneos que la visitan. Y no solo por su belleza y encantos, su
cielo azul y el verdor de sus plantas, sino por su pueblo amable, alegre,
solidario…
Es
la cuna de José Martí, el Apóstol de la independencia de Cuba, cuya impronta se
encuentra en muchos sitios de una urbe que alberga a más de dos millones de
personas representativas del ajiaco criollo, como llamó el ilustre Fernando Ortiz al conjunto
de colores de la piel de los cubanos,
que viven orgullosos de vivir en La
Habana, y al igual que
Fayad Jamis afirman:
Si viví un gran amor fue entre tus calles,/si vivo un
gran amor tiene tu cara,/ciudad de los amores de mi vida,/mi mujer para siempre
sin distancia./Si no existieras yo te inventaría,/mi ciudad de La Habana.
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