Por: Argentina Jiménez
El 9 de mayo se conmemoró el aniversario 67 de la
derrota del fascismo. Oportuna ocasión para destacar fragmentos de algunas de
las cartas enviadas por Olga Benario Prestes, judía alemana y comunista, a su
esposo, el dirigente comunista brasileño Luis Carlos Prestes -preso entonces en
su país-, desde el presidio femenino de Barminstrasse, en Berlín, donde nació
su hija Anita Leocadia. Además de testimonio de la barbarie hitleriana, sus
palabras constituyen jirones del corazón.
Amor, ternura, añoranza, reflexiones,
desesperación, sueños y esperanza resume cada vocablo de esta valiente mujer a
la que el nazifascismo privó de la vida con poco más de treinta años, en
una cámara de gas de la ciudad alemana de Bernburg, a principios de 1942, tras
meses de encarcelamiento, primero en Brasil y después en el presidio femenino
de Barminstrasse, en Berlín, antes de ser trasladada para el campo de
concentración de Ravensbruk, antesala de sus momentos finales.
La vida de Olga Benario Prestes cautivó a
Fernando Morais, autor del libro Olga, desde que era un adolescente
“cuando oía a mi padre referirse a Filinto Muller como el hombre que le había
dado “de regalo” a Hitler a la mujer de Luis Carlos Prestes, una judía
alemana con siete meses de embarazo”.
Precisa Morais que el texto no es su versión
sobre la vida de la emblemática mujer o del levantamiento comunista de 1935,
sino la que juzga como versión real de esos episodios, y en sus veinte
capítulos nos hace partícipes de los hechos que narra, en lenguaje sencillo,
directo, claro, a veces desgarradoramente.
En sus misivas al esposo, Olga deja traslucir
torrentes de emociones, aleja de su mente la tristeza que al querer
desenfrenarse choca con la férrea voluntad de no permitirse vacilaciones. Su
fuerza interior se impone. No la vencerán celdas de castigo ni amenazas;
enhiesto el espíritu sigue aunando voluntades y levantando a quienes creen no
poder alzarse; crece la admiración y vence; ni la muerte pudo matarla. Sus alas
de palomas levantaron vuelo hacia la eternidad, desde donde su luz ilumina la
senda de la redención humana.
En abril de 1937, cuando la niña tenía cuatro meses
de edad, Olga se la describe a su esposo: Tiene el pelo oscuro como el
tuyo, tu boca, tus manos. Sus ojos son grandes y azules, pero no claros
como los míos. Los ojos de ellas tienen un azul de violetas. Todo está rodeado
de una tez muy suave, blanca, y por cachetes rosados, muy bonitos. Pero lo más
bonito es su sonrisa. Sonríe tan lindo que nos hace olvidar todo lo que hay de
malo en este mundo.
Poco después, el 12 de mayo, le confiesa: ¿Sabes?
Mi propia vida está de cierto modo en este pequeño ser. Diariamente hay
en ella nuevas maravillas y cada día penetra más en el corazón. Es tan
bello que la niña se alimente de mí, que yo pueda darle lo mejor de mi fuerza,
de la fuerza que poseo.
Cuando le doy el pecho, en cuanto la tomo en mis
brazos, abre la boquita como un pajarito hambriento, y cuando ya no puede más,
suelta el pecho, me sonríe y vuelve la cabecita para tomar el resto. Si la cosa
no marcha rápida, se impacienta y empieza a darme con la manita.
En el patio hay un árbol y allí anidó una familia de
pajaritos. Acaban de nacer los pichones. Ellos van y vienen, regresan con
insectos y otros alimentos. Paso las horas mirándolos y pienso en nosotros.
¡Ah!, solo los seres humanos somos capaces de destruir una familia de la forma
que han hecho con la nuestra.
El 21 de enero de 1938 Olga jugaba con Anita cuando
la carcelera abrió la puerta, acompañada de tres guardias armados, para
llevarse a la criatura. Y para hacer más cruel el desenlace, le negaron que
iban a entregársela a su abuela.
Buscó en vano un lugar en la celda donde protegerse,
y ambas comenzaron a dar gritos. ¡Jamás! ¡Lo que quieren hacer es un crimen
innombrable! ¡Salgan de aquí! ¡Solo si me matan se llevarán a mi hija!
Se la arrebataron por la fuerza, mientras ella trataba
de impedirlo. !Hitler va a matar a mi hijita de un año! ¡Asesinos!
¡Asesinos! Olga se desmoronó en el piso y allí quedó inmóvil con los ojos
muy abiertos, como en trance, y solo al amanecer recobró la conciencia de la
tragedia que había acabado de vivir.
Quiero confesarte, le diría en abril del mismo año,
que me cuesta mucho, un gran esfuerzo, pensar menos en nuestra pequeña hija;
sin embargo, este es el único medio de soportar mi dolor... En agosto
siguiente le decía que tenía su foto y la de la niña pegada a la pared: paso
mucho tiempo contemplándolas. Pero tener solo esto, y por tanto tiempo, es muy
poco...
A su suegra y cuñada les escribiría en agosto de
1939: Díganle a mi querida Anita que la madre piensa mucho en ella y que
todas las noches, al acostarse, imagina lo agradable que sería cogerle las
manitas y besarle su delicioso rostro.
La última carta al esposo e hija la haría a
principios de 1942, en el campo de concentración de Ravensbruk, la noche del
viaje en ómnibus para su último destino. Esta llegaría a sus destinatarios
muchos años después, cuando Prestes ya había sido liberado. A continuación lo
dedicado a la pequeña:
Es totalmente imposible para mí imaginar,
hija querida, que no volveré a verte, que nunca más volveré a estrecharte entre
mis brazos ansiosos. Quisiera poder peinarte, hacerte las trenzas -ah,
no, te las cortaron, pero te queda mejor el pelo suelto un poco desaliñado.
Ante todo voy a hacerte fuerte (...) Debes respetar a tu abuela y quererla por
toda la vida, como tu padre y yo hacemos. Todas las mañanas haremos
gimnasia... ¿Ves?, ya vuelvo a soñar, como tantas noches y olvido que
esta es mi despedida. Ahora cuando pienso en esto de nuevo, la idea de que
nunca más podré estrechar tu cuerpo cálido es para mí como la muerte...

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