Por Argentina Jiménez
Foto tomada de la Internet
Aún conservo entre mis
papeles viejos un periódico autografiado por el Caballero de París. Nunca he
olvidado la dedicatoria que me puso: "Dios, Patria y Fidel", con
letra muy grande, escrita en los bordes blancos de la primera página.
Este personaje, que bien pudiera
representar un símbolo de la ciudad de La Habana, cuyas calles conocen de sus
pisadas lentas e incansables y de sus fantasías; que convirtió en morada propia
muchos de sus lugares, como Prado, 23 y 12, Infanta y San Lázaro...
-"permutaba" con frecuencia-, nació el 30 de diciembre de 1899.
Quiso la sabiduría humana
que tras un entierro humilde en el cementerio de Santiago de las Vegas, donde
el musicólogo Helio Orovio le levantó un panteón por iniciativa propia, hoy,
los restos del ilustre enajenado descansen en la Basílica del Convento de San
Francisco de Asís, como su "alcurnia" lo merecía.
Quienes le conocimos
sabemos de sus extravagancias, de cómo paseaba su abolengo con una dignidad
propia de lo que su alucinada mente le hacía creer que era, con su capa, barbas
y melena largas, sus bultos sucios y llenos de papeles y de quién sabe qué
cosas, y de que era una persona educada.
Sabía conversar –me apena
no haber retenido en la memoria nuestra conversación aquella tarde cuando me
senté a su lado en un banco de un parque ubicado donde se encuentra ahora la
heladería Coppelia-; jamás pidió nada, pues no era un limosnero, ni fue objeto
de burlas como sí lo fueron y son algunos dementes de antes y actuales. Era respetado
a pesar de su apariencia.
Juan Manuel López LLedín,
su nombre de pila, es oriundo de la aldea de Fonsagrada, provincia de Lugo,
España, y siendo muy joven emigró a La Habana y trabajó en los hoteles
Telégrafo, Sevilla y Manhattan. Dicen que lo hizo con profesionalidad.
Acusado, injustamente, de
haber cometido un robo en una casa donde laboraba de criado, cumplió prisión, y
al salir de la cárcel empezó a divagar. Al triunfar la Revolución, su status no
cambió, pero fue diferente. Por orientación de una mujer sensible, Celia
Sánchez Manduley, él podía comer gratis en los centros gastronómicos de la
ciudad.
Pasó el tiempo y llegó el
momento en que ya viejo y con un marcado deterioro, fue necesario internarlo en
el Hospital Psiquiátrico, donde recibió esmeradas atenciones, hasta el día de
su muerte el 12 de julio de 1985.
El Caballero de París no
está olvidado. Mientras una persona lo recuerde, seguir siendo no
solo el vagabundo más famoso de la capital cubana, motivo de inspiración de un
danzón de Antonio María Romeu, que lleva su nombre, y de un libro del doctor
Luis Calzadilla Fierro, quien lo atendió en el Psiquiátrico.
Cuentan que ya moribundo le
dijo, en ese revivir previo al último suspiro que muchos seres tienen: "Ya
no soy el Caballero de París. Estos no son tiempos de aristócratas".
Pienso también que aquel día de nuestra conversación, una lucidez, tal vez
intermitentemente transitoria, le permitió aquilatar el cambio experimentado en
nuestra sociedad. ¿Cómo si no pudo haber escrito Patria y Fidel?
Somos unos cuantos los que
lo recordamos y nos sentimos felices de ver en uno de los sitios que más
frecuentaba la legendaria figura, en la Plaza de San Francisco de Asís, una
escultura suya como si estuviera caminando, dedicada a la memoria del ilustre
personaje de la ciudad, a la que él pertenecía, y que realza la belleza
que poco a poco va recobrando el pedazo de Cuba que este hispano hizo suya con
su andar e hidalguía incorruptible.
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