Por: Argentina Jiménez
2 de diciembre de 1956: Han
transcurrido siete azarosos días por un mar embravecido desde la salida de
Tuxpan, México. Desembarcan Fidel y otros 81 expedicionarios del yate Granma
por Los Cayuelos, a dos kilómetros de Las Coloradas, el lugar previsto.
Comienza una odisea para esos hombres que venían a cumplir la promesa del Líder
revolucionario: Seremos libres o seremos mártires.
Apenas queda combustible en
los tanques para unos minutos de navegación.
Fidel pregunta si ese que se vislumbra es territorio firme de Cuba. Ante
una positiva respuesta del capitán, le dice: “Bueno, entonces ponme los motores
a toda velocidad y enfila por ahí mismo hacia la costa hasta donde llegue”.
Más o menos a las 6:30 a.m.,
encalla la embarcación a unos sesenta metros de la orilla. Bajan de la
nave con el agua a la cintura o el pecho.
Les espera “la peor ciénaga que jamás haya visto u oído hablar de ella”,
escribió Raúl Castro ese día en su diario. Ahora la lucha es contra el mangle.
Lecho fangoso, movedizo, traicionero. Andan más de una hora y apenas han
avanzado. Largo rato después, desfallecidos,
con las manos heridas por las espinas y
los filos de las hojas que desgarran los uniformes, acompañados por una nube de
mosquitos y jejenes, llegan a tierra firme. Cada uno por un lugar distinto.
Luis Crespo descubre a lo lejos una casa y hacia allí se dirigen.
-“No tenga miedo, dice el
jefe al dueño, yo soy Fidel Castro. Estos hombres y yo venimos a libertar a
Cuba”. El campesino se ofrece a preparar
algo de comer, pero se escuchan unos disparos a lo lejos y Fidel da la orden de reiniciar la marcha. Llegan a un montecito y permanecen ocultos
para esperar al pequeño grupo de Juan Manuel Márquez, el segundo jefe de la
expedición. Poco después vuelve a
ordenar: “avanzar a toda costa, aun en
caso de dispersión, hacia la Sierra Maestra”.
Alrededor del mediodía la
vanguardia de la columna tropieza con
otro campesino. Ofrece agua a cada uno en la medida que van pasando.
Extenuados, hambrientos detienen la marcha, descansan.
Relata Raúl en su diario: “Avanzamos
por una manigua de mucha hierba, pero de pocos árboles. Había que tirarse en el
suelo cada rato. Ese día no habíamos probado bocado alguno de comida. Estuvimos
dando varias vueltas completamente perdidos hasta que valiéndonos de las
orientaciones del primer campesino pudimos orientarnos algo. Dormimos todos
extenuados esa noche y sin comer. Faena inmensa la de ese 2 de diciembre.”
(Fuente Diario de la guerra. Diciembre de 1956…)
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